Letras en movimiento: «Las babas del diablo» [1959], de Julio Cortázar / «Blow-Up» [1966], de Michelangelo Antonioni

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Cortázar, como algunos otros escritores y lingüistas modernos (Saramago) (Sappir),, mantiene que las palabras son apenas un intento insuficiente de describir lo que nos rodea, tan sólo una sombra de nuestra realidad sensitiva. Es por eso que en su relato «Las babas del diablo» el autor escruta en lo que significa capturar una realidad que no está parcializada por nuestra percepción, como lo podría ser el mismo escrito, sino que se inmortaliza a través del frío lente de una cámara fotográfica.

Al inicio del relato sostiene:

   «Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos.»

   Y después:

   «Va a ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a veces una paloma) o si sencillamente cuento una verdad que es solamente mi verdad, y entonces no es la verdad salvo para mi estómago, para estas ganas de salir corriendo y acabar de alguna manera con esto, sea lo que fuere.»

Como fue advertido el lector, el cuento alterna constantemente de narrador. En ocasiones se trata del protagonista, Roberto Michel, quien constantemente disculpa su falta de claridad y exactitud. En otros casos, nos ocupa un narrador omnisciente que, de cualquier forma, parece ser el propio Roberto. Éste refiere a los eventos ocurridos como un hecho ajeno a sí mismo, describiendo frecuentemente el carácter del personaje, a modo de curioso ejercicio de introspección.

La narrativa cuenta con magnífico detalle el modo en que Roberto, fotógrafo de profesión, se ve atraído por una curiosa escena en un parque, donde una mujer y un joven parecen retozar misteriosamente. Más tarde se da cuenta de que su intromisión, al tomar una fotografía, puede haber cambiado dramáticamente el curso de las cosas. ¿Qué fue lo que ocurría en ese espacio y momento precisos?

En el escrito, los propósitos de la fotografía podrían tomarse como análogos a los de la literatura, quizá a los del arte como un todo, pues Cortázar explica a través de su personaje qué es lo que motiva al artista a contar su historia, a inmortalizarla ya sea a través de las palabras o imágenes:

 «De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara a preguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente por qué acepta una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me parece que un gorrión) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en seguida empieza como una cosquilla en el estómago y no se está tranquilo hasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el cuento; recién entonces uno está bien, está contento y puede volverse a su trabajo. Que yo sepa nadie ha explicado esto, de manera que lo mejor es dejarse de pudores y contar, porque al fin y al cabo nadie se avergüenza de respirar o de ponerse los zapatos; son cosas que se hacen, y cuando pasa algo raro, cuando dentro del zapato encontramos una araña o al respirar se siente como un vidrio roto, entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a los muchachos de la oficina o al médico. Ay, doctor, cada vez que respiro… Siempre contarlo, siempre quitarse esa cosquilla molesta del estómago.»

El relato sugiere entonces la respuesta a la interrogante, argumentando que lo insólito sencillamente exige ser contado y preservado. El artista escribe porque algo lo impele a comunicar aquello que, él considera, tiene que ser contado, quizá como un escape de la realidad evidente, a guisa de ventana a una realidad acaso más interesante, más atractiva a los ojos de quienes nos hemos acostumbrado al carácter consuetudinario de las cosas.

«Blowup» [1966], la adaptación de Michelangelo Antonioni

El director italiano toma algunas de las ideas centrales en el relato de Cortázar. Su película cuenta la historia de Thomas (David Hemmings) quien, tras revelar un juego de fotografías que ha tomado a una extraña pareja en un parque de Londres, sospecha que puede haber capturado y presenciado un atroz crimen. Antonioni explora igualmente el retrato de la verdad a través de la fotografía y su contraparte, es decir, la subjetividad de la percepción humana. Este último aspecto se explica sobre todo al final de la cinta, cuando un grupo de mimos finge tener un juego de tenis. La cámara sigue a la pelota invisible y, tanto el espectador como el protagonista del filme, pueden «observar» el partido e incluso tomar parte en él, como lo hace en efecto Thomas. Las ideas sobre la precaria naturaleza de la percepción se vuelven asimismo evidentes a mitad de la película, por medio de un maravilloso y prolongado montaje —sólo interrumpido por una escena que involucra la inesperada visita de dos jóvenes modelos— del fotógrafo analizando milimétricamente las fotografías que acaba de revelar. Tras un exhaustivo trabajo de abstracción, entre las formas que producen la sombra y luz de las imágenes, apenas discernibles, Thomas logra armar las piezas de un siniestro rompecabezas. Este segmento es memorable por su contemplativo y paciente ritmo, donde el espectador se ve obligado a ser los ojos del protagonista, y a su vez deberá observar las fotografías y sacar sus propias conclusiones, pues el trabajo de edición nos conduce a través de las pistas sin la ayuda de palabras. Es decir, la idea que sostiene Cortázar sobre la imparcialidad de las imágenes y lo que significaría describirlas verbalmente.

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Antonioni llena su filme con largas caminatas y paseos por la ciudad de Londres, a modo de una máquina del tiempo. La música del gran Herbie Hancock, que es por cierto siempre diegética —esto es, existe solamente dentro del universo fílmico, por ejemplo, al sonar en una grabadora o ser ejecutada en un instrumento—, acompaña la cinta y le confiere el más adecuado aire sesentero. Con pulso calculador, Antonioni captura bellos paisajes en los exteriores gracias al uso de luz natural. La escena del parque, por ejemplo, está fotografiada y dirigida con una soltura inefable (como todas las imágenes, según lo que hemos aprendido), mediante distintos ángulos y puntos de vista que, en casi completo silencio, crean una tensión y misterio realmente admirables. Algunos de los planos recuerdan a las descripciones del relato:

 «[…] pero de todas maneras cuando se anda con la cámara hay como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con un pan o una botella de leche.»

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Si se le puede reprochar algo a la cinta es su evidente inclinación por la forma, dejando la narrativa a obscuras. Un gran segmento de la cinta se pasa en conversaciones y viajes sin dirección aparente, salvo quizá mostrar el vacío en la vida de un hedonista fotógrafo de modas. Lástima que dicho vacío, más que ser comunicado, parece embargar también al espectador, precisamente porque la propuesta formal de Antonioni no es tan sólida y constante. De hecho, la maestría de la misma sólo alcanza su cúspide por minutos o, me atrevo a decir, segundos.  Vale la pena ser vista tan sólo por estos efímeros y valiosos momentos, sobre todo en conjunto al relato de Cortázar, que será de mucha ayuda para comprender algunas de las ideas centrales en el metraje.

Alejandro Becerra

 

 

 

 

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